Las sombras de Elena Poniatowska

464562“Es enero y hace frío. Sólo se ven papeles arrugados y vidrios rotos”, escribe Luis González de Alba cerca del principio de Los días y los años. Mientras él, integrante del movimiento estudiantil de 1968, permanece preso en Lecumberri, una autora emergente se abre paso rápidamente en las letras y el periodismo nacional: Elena Poniatowska, Elenita, “La Poni”, la Princesa Roja que decidió simpatizar con las causas de los de abajo. Aquel que conoce a Elenita habla bien de ella: es amable, lista y carismática, de voz dulce y paciente. Hoy ya es una señora de respetable edad, también uno de los pilares de opinión y una de las plumas más defendidas por sus lectores. Pero cuando publicó el libro que la terminó por colocar en la boca de todos, La noche de Tlatelolco, Poniatowska aún era un mar de potencial creativo, un talento en bruto y, claro, con un tanto de ingenuidad.

Lo cierto es que Poniatowska se hizo de un halo de reconocimiento y popularidad. Se fue cobijando bajo las más oportunas esferas, entabló amistad con personalidades de distintas ramas de la cultura y, finalmente, podríamos decir que aquél que no ha leído a Elenita al menos puede verla ocasionalmente en televisión. Pero quizá, sólo quizá, su contribución a la cultura sólo no sea más que un desfile de papeles arrugados y vidrios rotos.

 En una conversación con dos académicas, del Colegio de México y de la UNAM, brotó una pregunta que terminó por convertirse en una desafortunada discusión: “¿Pero qué ha hecho en verdad Poniatowska por la literatura?” Justamente, unos días después, Elenita protagonizó el penoso episodio en que confundió un poema como autoría de Borges, obligando a la destrucción y posterior reimpresión del tiraje de Borges y México por parte de Random House Mondadori.

No fue suficientemente vergonzoso que María Kodama evidenciara la falta de atención de Poniatowska y la editorial, es decir, la omisión de revisión de fuentes, sino que hizo notar la carencia de capacidad crítica y de análisis literario: cualquiera que haya leído a Borges habría notado que el desdichado texto carecía del estilo del escritor argentino. Pero lo cierto es que desde hacía tiempo el poema apócrifo (“Instantes”, cuya verdadera autora es la misteriosa Nadine Stair) circulaba entre ocasionales lectores sin ser desmentido.

Los protagonistas del infame affaire Borges comenzaron a deslindarse. El director editorial, Cristóbal Pera, argumentó ausencia en el momento de la edición, por tanto, el texto de Elenita no pasó por su escrutinio, “y el editor a cargo, quizá por el peso de un nombre como el de Elena, no se dio cuenta”, según relata el director.

Pero el “error verdaderamente imposible de imaginar” —así lo llama Kodama—, ya estaba marcado en la historia editorial desde 1990, en la publicación de Todo México, cuando Poniatowska protagoniza por primera vez la falsa atribución del texto; pero se sabe que fue Mauricio Ciechanower, en 1989, quien lo atribuyó por vez primera a Borges en un artículo para la revista Plural en las páginas 4 y 5 del número de mayo en una nota con título “Un poema a pocos pasos de la muerte”: es decir, se presume que Elenita leyó a Ciechanower tomándolo como fuente o autoridad. Incluso Elenita comenta que el mismo José Emilio Pacheco le aclaró, tiempo después, que el infame poema no era de la autoría de Borges; aún más, la escritora se refugia en una entrevista con el propio autor de Ficciones, realizada en 1973, alegando que le leyó dos textos, “Instantes” —el apócrifo poema— y “Remordimiento”; anota Juan Manuel López Alegría en la columna titulada “Dudosa objetividad de algunos intelectuales”:

Poniatowska, primero dijo que ese y otro poema se los leyó al escritor cuando lo entrevistó en 1973 y no objetó la autoría. Eso es una mentira, ya que Nadine Stair, originaria de Louisville, Kentucky, lo publicó en 1978. Además el poema apareció en Internet después de la muerte de Borges (1986). Es probable que Elenita lo leyera en la red y creyera en la falsedad.

También Francisco Peregil en una nota en el diario El País del 9 de mayo de 1999 anota que la fecha de publicación del poema de Nadine Stair es 1978: “ocho años antes de que Borges muriera en Ginebra, a los 86 años”, escribe. Aunque mucho se ha dicho sobre la probable inexistencia de dicha poeta americana, en que se afirma que quizá se trata de un seudónimo, y mucho se ha hablado del texto original, que ha sufrido tantos cambios (incluso hay una versión en prosa), aclaro: una investigación liderada por la periodista Joannie Liessenfelt no logró dar con la verdadera autora del infame poema, o quizá sí: no encontró entre las familias de Kentucky a ninguna Nadine Stair, pero encontró a una Nadine Strain. Haciendo mención rápida pero detallada de este episodio, Iván Almeida en el ensayo “Jorge Luis Borges, autor del poema Instantes”, obligada lectura consultable en línea, anota que:

Nada sabemos, en cambio, de Nadine Stair, salvo que en esa época, en Kentucky, nadie llevaba ese nombre. Pero sabemos, también que cuando ese texto aparece, firmado por Nadine Stair, el año en que Nadine Strain cumple los 85 años de edad estipulados, ya hacía 25 años que circulaba otra versión del mismo…

Sobre la entrevista mencionada entre Poniatowska y Borges (que existe y fue publicada en partes) la propia María Kodama afirma que “Remordimiento” fue dictado en 1975 —y Rafael Olea Franco, quizá el primero en notarlo, confirma los datos junto con el mismo análisis sobre los anacronismos— por tanto ya habían pasado dos años desde que la escritora se encontró con Borges. Es decir, es omisión de la verdad que Poniatowska le haya leído dichos textos al propio Borges, cosa que propiciara la confusión con el poema apócrifo, ya que dichos poemas aún no existían.

Pero, sobre todo, Poniatowska trató de deslindarse diciendo que la querían culpar del incidente, y declaró en el periódico La Jornada:

Yo no fui consultada ni por el autor del libro, Miguel Capistrán, ni mucho menos por la editorial, de que iban a incluir un texto mío en Borges y México. No soy culpable de nada. El error lo cometieron ellos, de incluir esos poemas, cuando en mi entrevista original, que fue publicada en cuatro partes en el periódico Novedades a principios de diciembre de 1973, no hay poema alguno.

Pese a las varias contradicciones, Elenita reitera: “Si me hubiesen consultado, yo hubiera hecho una versión muy distinta, aclarando la situación. Pero no fui consultada y en cambio ahora me quieren hacer culpable de algo en que no tengo nada que ver”. El error es compartido, es cierto: los consejos editoriales debieron revisar y detectar (cuando menos intuitivamente ya que se trata de uno de los autores más importantes de la literatura) que el texto no pertenecía a Borges. Pero una escritora profesional, con la presencia y difusión de Poniatowska, no debería ser capaz de confundir la obra del argentino; más importante que eso: por más de una década pudo enmendar la pifia original y corregir el desatino de alguna manera. Pero no lo hizo.

Los papeles se arrugaron y el cristal se rompió.

Pero no era la primera vez que la autora, tres veces galardonada con el Premio Nacional de Periodismo, protagonizaba un escándalo en las letras. Bajo los tags de búsqueda “demanda” y “plagio” es posible encontrar en Internet toda la serie de artículos que provocó la reclamación de Luis González de Alba sobre las inexactitudes y falsedades que la Princesa Roja añadió en su libro La noche de Tlatelolco. El escritor ha aclarado en más de una ocasión este incidente, como redacta en una nota del 15 de septiembre del 2008:

No, no, yo no demandé a Elena Poniatowska por plagio, como se dijo al término de una conferencia en Estocolmo. Le pedí, hace once años, desde nexos de octubre, que corrigiera varias decenas de citas que señalé con página y párrafo, puntualmente. No la podía demandar por plagio porque la autoricé a citar el manuscrito de mi relato sobre el 68, Los días y los años.

González de Alba se refiere a “Para limpiar la memoria” (publicado en 1997), nota que apareció en nexos y que, “causó que Elena Poniatowska renunciara al Consejo editorial de esa revista. Y la publicación en La Jornada […] provocó que la directora del periódico Carmen Lira Saade ordenara, a exigencia de Carlos Monsiváis, el despido de Luis González de Alba”. En La Crónica de Hoy, González de Alba relata que en 1997 fue llamado por Javier Flores, el jefe de sección, y se le informó que Carlos Monsiváis llamó a Carmen Lira Saade muy temprano una mañana diciendo: “o Luis o yo”.

Finalmente la reclamación trascendió. Ni la editorial que los escritores compartían, Ediciones Era, o la misma Elena Poniatowska, estuvieron a favor de hacer las correcciones señaladas por González de Alba. Esto empujó al escritor a la vía legal: y ganó la demanda. Poniatowska se vio obligada a corregir 28 párrafos en total (“60 correcciones”, “50 citas”, afirma el demandante) y la obra fue reeditada.

De hecho, y lo menciona el escritor, en el libro sobre la masacre estudiantil, en algunos casos los párrafos que Elenita cambia arbitrariamente son con fines estéticos —parafraseo: ya que la narración original de González de Alba es un testimonio presencial, Elena habría tenido que citarlo reiteradamente y, puesto que eso podría tomarse como falta de profesionalismo o estética, decide atribuir las citas a otros estudiantes.

¿Qué nos ofrecía Poniatowska con La noche de Tlatelolco, una crónica o una novela? Para González de Alba los datos ofrecidos sobre los hechos de aquella noche en la Ciudad de México tienen un peso histórico. En 1968 las condiciones de control, la represión, la censura y todos los demás elementos que conforman fuentes de investigación, bien sabemos, imponían una sombra sobre los medios de información. No es descartable la posibilidad de que, en algún momento, un historiador sea incapaz de embonar datos si parte de la información ha sido tergiversada:

Elena Poniatowska haría otro gran favor a la causa del 68 si recordara los 30 años, el año próximo [1998], con una reedición, minuciosamente corregida e históricamente apegada a los hechos, de La noche de Tlatelolco. Así como está ya es fuente confusión, aunque todavía podamos desenredar el enredo. Pero en 50 años, que se van volando, ya no estaremos los que podamos aclarar que M no estuvo donde dice Elena, que B no fue quien dijo tal cosa, que P no entregó a Z a la policía. Si nuestra historia es tal nudo de mentiras, pípilas, niños héroes, paraísos indígenas, malos y buenos, conquistas, derrotas y un panteón donde hemos acostados juntos a los enemigos acérrimos, es porque de desde las fuentes mismas empezamos contando mentiras. Por el camino de Elena Poniatowska quizá el 2 de octubre no se olvida, pero se convierte en otra cosa.

La necesidad de las correcciones, se dice insistentemente, aspiraba a la defensa de que la narración se apegara históricamente a los hechos pues Poniatowska nunca estuvo en Tlatelolco el 2 de octubre.

González de Alba publicó unas palabras sobre Elenita cuando ésta le recriminó la demora (25 años) en pedirle los cambios mencionados a la novela. En esta nota, consultable en Milenio del 16 de diciembre, comenta los motivos que causaron su demanda: recuerda el affaire Krauze y del cómo se vio a sí mismo parodiado de la manera más ridícula por Poniatowska (“cursi hasta la vergüenza”): “fui traducido al poniatowsko”, dice con frecuencia. Sólo entonces, debido a una entrevista que le hizo Enrique Krauze sobre Díaz Ordaz, González de Alba descubrió los errores que, afirma, eran graves en el libro La noche de Tlatelolco. De ahí que, con la renuencia ante la formal petición de corrección, se apoyara en la acción legal.

En la misma nota expone el affaire Woldenberg: Por entonces José Woldermberg era un joven relativamente desconocido en las izquierdas que ocasionalmente participaba en el periódico La Jornada. Durante las elecciones de Jefe de Gobierno del Distrito Federal, Elena Poniatowska arremetió contra él particularmente en un discurso. González de Alba escribió entonces sobre (y muy a su parecer, se debe aclarar) lo que consideraba un ataque injusto, “una paliza”. Y dice:

Elena me telefoneó para disculparse. Que ella no sabía de qué hablar y Pablo Gómez le había sugerido que el tema lo daba el último artículo de Woldenberg, donde afirmaba que los ciudadanos no pensaban. Le pregunté si lo había leído. Me respondió que no, pero se lo había sintetizado Pablo. Me heló su deshonestidad intelectual. Le expliqué: Pepe dice que nadie puede hablar a nombre de “los ciudadanos” porque los ciudadanos piensan de muy variadas maneras y, algunos, no piensan.

Que lo llamaría para disculparse. Y me pidió el número de Pepe. Se lo di, aclarando que: “Ofensas públicas exigen disculpas públicas”. Prometió llamarlo y escribir su disculpa. No hizo ni siquiera la llamada. “A la deshonestidad intelectual suma la soberbia”, concluí.

Pero el libro de Poniatowska tiene peso por sí mismo. Ha sido fuente obligada de consulta en el tema. Su accesibilidad y distribución facilita la lectura de lectores en general; y la forma y fondo, tan digeribles, aseguran una consulta seria. Pero el dictamen no cambia: La noche de Tlatelolco no es una obra narrativa, no es un prodigio de la literatura, es una crónica. Y suponemos que ser un escritor es mucho más que ser un mecanógrafo. Lo que le da vida al libro no es el talento de Poniatowska sino los testigos, sus fuentes… e, irónicamente, tanta muerte.

Pero Elena Poniatowska es más que un libro y mucho más que una pifia literaria. Es mucho más que una intervención estética y un descuido de erudición. Poniatowska se ha convertido en un gigante de los medios, una figura de autoridad, una presencia obligada para ciertos temas: encabeza en su representación intelectual la izquierda política de la nación; es una activa defensora del feminismo; es una periodista incansable; y a su alrededor, y no pretendo caer en un empalagoso escenario, crecen las amistades férreas y heroicas. La Princesa Roja ha buscado dar voz a los desposeídos, a los movimientos que prometen cambios, a las ideologías que ameritan una silla en la modernidad y, claro, ella misma es una activista, una madre y esposa, pero ante todo un ser humano notable.

Es en toda esta retahíla de aparentes virtudes donde Elenita se hiperboliza; y, donde los espectadores ven monolitos y mesías, quizá debería existir rigor crítico. No nos interesa si por la red revolotea una fotografía de Elenita de la mano del expresidente Carlos Salinas de Gortari, ni si (acaso) recibe cheques por sus apariciones en el gigante de los medios que es Televisa; tampoco importa si alguna vez ha recibido beneficios económicos de procedencia gubernamental o si, acaso, incurre en incongruencias en su activismo a favor de la izquierda política. No le podemos prestar importancia al supuesto, digamos, de que podría conocer de primera fuente el destino de recursos públicos debido a su participación en los movimientos democráticos. Elenita no nos interesa como persona, en la más llana expresión: debe tratarse su hacer y, por consiguiente, sus actos con injerencia directa en su legado literario. Lo demás, son juicios de valor que podrían pasar más por visceralidades que por justos análisis críticos.

La fragilidad moral, si la hay, no tiene peso en tanto no represente un protagonismo en la producción literaria. Es la escritora y su obra lo que se halla del otro lado de la lupa, no su ideología ni disposición ética a otro elemento que no sea, repito, directamente relacionado con su obra. Porque, bien vimos en el prólogo del Quijote de Fernández De Avellaneda, meterse personalmente con un autor es una vulgaridad que enfada, un infantilismo que es medalla de resentidos. Si Cervantes era manco y viejo eso en nada corrompe las letras legadas, ni los cuatrocientos años de amor a lo virtuoso.

Si el ejercicio de su actividad ha propiciado la proliferación de grietas y estigmas, claro está, entonces debe comprenderse el retorno a la argumentación y la reflexión. Por eso es importante hacer mención a la falta de ética en Poniatowska (por más anhelos estilísticos que fuesen pretendidos) en la alteración de la narración de uno de los periodos más lamentables, por no decir aborrecibles, de la historia reciente de México. Es por eso, repito, que tiene virtud recuperar la pifia del texto apócrifo, porque socaba los pilotes de figuras que no deberían haber sido elevadas tan lejos de las aguas. Pero es exactamente en este punto donde la deficiencia en el talento de Poniatowska se ha marcado reiteradamente.

Juan Manuel López Alegría, en el artículo citado con anterioridad, escribe sobre detalles que pasa por alto un lector general por mero desconocimiento del tema, y cito con soltura:

El domingo 3 y el lunes 4 de junio de 2007, Elena Poniatowska publicó en La Jornada un artículo en dos partes titulado “La Cocei”.

Ahí escribe: “La COCEI demostró que era capaz de movilizar a más de 10 mil personas […] como antes los juchitecos derrotaron a los franceses en Tehuantepec, en 1866”.

En realidad, los juchitecos, tehuantepecanos del barrio de San Blas y Shihui (después se separarían de Tehuantepec), los de Chicapa, de San Jerónimo, Ixtaltepec, El Espinal, Ranchu Gubiña, Zapotal, Zanatepec, Niltepec, Xadani y otros, derrotaron a franceses y conservadores mexicanos en Juchitán y zonas aledañas, no en Tehuantepec, como afirma la escritora.

También señala: “Allá fuimos a acompañarlos Rosario Ibarra de Piedra […] y otros luchadores como los Pineda, los López Nelio, los López Lena […] y tantos apellidos más del istmo”. En realidad, los “López Lena” no están identificados con la Cocei, al contrario.

Más adelante afirma: “Luego vino la carretera Panamericana […] Juchitán se volvió cosmopolita. La película de Sergei Eisenstein […], los libros de Pierre Brasseur […] internacionalizaron a Juchitán”.

Otro error de tan laureada escritora: el filme ¡Qué viva México!, del ruso Eisenstein, no “internacionaliza” a Juchitán, ya que su episodio, «Sandunga», recrea los preparativos de una boda indígena, pero en Tehuantepec.

La laureada escritora no da una. Pierre Brasseur, es el pseudónimo de Pierre-Albert, actor y director francés (1905-1972). Ella quiso referirse a Charles Etienne Brasseur de Bourbourg, autor de Viaje por el istmo de Tehuantepec, entre otras obras. Seguramente el bromista de Macario Matus le susurró al oído que el libro se llamaba “Viaje por el istmo de Juchitán”.

Ahí Brasseur no habla muy bien de los juchitecos. Se refiere al monasterio, hoy Casa de la Cultura: “Es cierto que son soldados (juchitecos) […] quienes hoy la habitan. Jamás he visto nada tan inmundo; ahí están con sus concubinas, sus mujeres y sus niños […] en una promiscuidad obscena […] Mi corazón se sublevó de repugnancia” (pág. 151). Y otras frases que muestran su malestar.

Resulta obvio que Elenita no ha leído el libro (no “los libros”), ni porque el personaje principal de su novela-testimonio “Hasta no verte Jesús mío”, es de la zona del Ismo. Si Elena lo hubiera leído no habría mencionado a Brasseur.

En su texto de La Jornada, la escritora habla de lo hermoso de Juchitán: “conocimos los huevos de tortuga y los tamales de iguana, el bupu, el pozole y el atole […]. Me fascinaron las dunas naturales de Playa Cangrejo, y al abandonar Juchitán pensé que había perdido al paraíso terrenal”.

Muy bien. Sólo que Playa Cangrejo no se ubica cerca de Juchitán, sino en la zona chontal, rumbo a Huatulco, y pertenece a Tehuantepec. Tampoco son “suaves” los ikoots, mal llamados “huaves”; ni se escribe “San Blas Atemmpa”. En fin. Como para llorar.

Es en estos detalles donde pasa el ojo someramente (eximiendo compromisos) sobre la actitud hacia la defensa de la belleza y la verdad. No es para practicar filosofías económicas, ni recurrir a la cursilería teórica, pero la congruencia y la responsabilidad que la trascendencia y la fama comportan, en algún punto —y digo con vaguedad—, debe afectar la obra y la producción, y repercutir en lo que consideramos un importante eslabón en la consulta retrospectiva de la historia de las artes.

Es perfectamente posible que seamos espectadores de una obra teatral donde, por ejemplificar al vuelo, Elena Poniatowska bien podría representar a Godot. Podemos esperar largamente pero, invariable y trágicamente, la obra marcha y nada cambia. Elena, quizá, realmente nunca llegará.

A este punto: En efecto, el estado de la cuestión es exponer de manera general las grietas visibles en la figura de la escritora a manera de motivar una revaloración, a priori digamos, en el panorama tan extenso que conlleva el largo y laureado hacer de Elena Poniatowska. Pero es de incalculable valor crítico inquirir sobre las bases que han propiciado la distribución de premios, menciones, honoris causa y una legión de lectores. El alpinismo cultural de Elenita debe tener cimientos; el protagonismo y la figura deben tener más sustento que una fila de defensores porque, y es incuestionable, los defensores también deben ostentar un punto de apoyo. No se puede trivializar su subida, su escalada mediática, porque de igual manera se esperaría un penoso estruendo en la caída.

Si buscamos mesuras, posiblemente sería un tanto desproporcionado preguntarse qué libro de Poniatowska ha influido realmente en la cultura o qué serie de estudios ha desencadenado su talento literario: ¿cuál podría equipararse a Aura de Carlos Fuentes como lectura en la escuela secundaria, o reconocido como parteaguas al igual que Pedro Páramo?, ¿dónde están las corrientes literarias que genera la complejidad de una obra digna de análisis o, digamos, dónde vemos las notables ventas de las obras comerciales pero aclamadas por los especialistas?, ¿por qué no abundan las citas textuales de la obra de Elenita ni en las redes sociales donde hasta el inigualable Julio Cortázar y el sinvergüenza Paulo Coelho conviven?, ¿por qué es infrecuente que se publiquen ensayos literarios halagüeños sobre los libros de Poniatowska?, ¿dónde están los análisis de la morfología de los personajes en Lilus Kikus, o las tesis doctorales sobre la refuncionalización de la lengua en La piel del cielo? La ignorancia es grande, pero si uno entra a consultar a una buena biblioteca verá tal abundancia de tesis sobre José Revueltas y los estudios sobre Alfonso Reyes que hasta entorpecen las búsquedas específicas.

Al día de hoy, en las universidades públicas más prestigiosas del país, sólo se cuentan con once tesis sobre Poniatowska; diez en la Universidad Nacional Autónoma de México y una en la Universidad Autónoma Metropolitana. Ninguna en el Colegio de México. De las once, ocho son tesis de licenciatura y tres de doctorado. De esas once, siete corresponden a las carreras de comunicación y periodismo, y cuatro tienen un enfoque de literatura. Cinco focalizan el tema de género. Una es sólo un reportaje. La tesis de letras más seria estudia literariamente a Poniatowska en conjunto con Ana Lydia Vega. A partir de lo cual deducimos lo siguiente:

Entre estudiosos la trayectoria de Elenita tiene más presencia en el ámbito periodístico que literario, y sobre ese inciso, la escritora tiene más presencia genérica en las notas de opinión. Su carácter de figura pública es más visible que su trabajo narrativo. El estudio de género la hace más notoria como feminista o, bien, como una mujer de activa producción.

Si los profesionales han eludido el estudio sobre su obra literaria implica que, posiblemente, no han encontrado claves de peso en su obra con indicios trascendentales para el análisis de las letras. Es decir: el estudio académico la ha considerado más una periodista, una figura pública (dejando de lado su calidad estilística), que una escritora con una herencia narrativa.

Podemos ver serios análisis sobre equis recurso retórico en Díaz Mirón, y habrá algún ocioso que se atreva a estudiar “la determinante dramática del artículo neutro lo” en Gorostiza… ¿y la galardonada Princesa? Caballeros a su rescate sobran, pero quizá hay un dragón que no se deslumbra con premios ni números.

Es enero y hace frío. Sé que hay papeles arrugados, y posiblemente, en alguna parte habrá vidrios rotos.

-Fabio Marco Iván

17 pensamientos en “Las sombras de Elena Poniatowska

    • Es un honor que usted, un profesional en el medio, haga este comentario. Y es cierto, me hubiera gustado poder tratar las dudas en torno a la repartición de premios; lamentablemente gran parte de la información disponible la componen declaraciones que en poco o en nada pueden ser corroboradas. Eso no quita que, a la vista, se cuestionen seriamente los criterios y la estima que merecen los galardones.

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    • Muchísimas gracias. Nada me gustaría más que verlo publicado. Voy a buscar a algún interesado para que no se pierda en la red. Lamentablemente hay medios que están comprometidos con los nombres que aparecen en el texto… es complicado.

  2. Interesante trabajo que desmitifica a una de las «grandes» autoras del periodismo y la literatura mexicanas. Cuánta falta hacen textos de este tipo. Felicidades.

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  4. Buena reflexión compañero; análisis de éste tipo son muy necesarios para validar adecuadamente a «los intelectuales». Saludos y un abrazo.

    • Perdonará la demora en la respuesta. Le agradezco muchísimo el comentario. Y sí, ciertamente los «intelectuales» quizá no son más que otro promovido discurso de las ofertas literarias. Al final es el lector el que debe evaluar con argumentos justos la virtud de las obras que tiene en sus manos. Saludos.

  5. Y si me permiten agregar, el abrir los ojos de los que no manejamos el tema, y nos encontramos como simples lectores crédulos, ahora contamos con datos que podemos corroborar y tener criterio sobre nuestros intelectuales.

    • Eso es lo importante. La lectura abundante permite la apertura de panoramas. Creer en lo que dicen los supuestos intelectuales (o lo que dicen los intelectuales sobre otros intelectuales) no dista en creer ciegamente en lo que aparece en las noticias o en las revistas de moda. Uno debe indagar, buscar y evaluar. Al final uno debe tomar muchos elementos en cuenta para convertirse en juez de sus propios valores. Agradezco la lectura. Un saludo.

  6. Agradezco el gran esfuerzo para encontrar y marcar las imprecisiones de Elenita, dejaré de lado la palabra plagio, y la deshonestidad intelectual; el alpinismo (hilarante concepto) propio del medio, y de paso señalar comportamientos como el de Monsiváis (y las mafias literario-periodísticas, de izquierda y de derecha en México). Humildemente, y desde luego reconociendo lo tremendamente subjetivo de mi opinión, nunca pude avanzar en la lectura de los libros de Elenita, me parecieron siempre aburridos y sosos. Otra Elena, la Garro, corrió sin embargo con menos suerte. Es una lástima que en México, con tan grande tradición literaria prevalezcan los intereses de las mafias de turno, como el pacismo con y sin Paz. Pero gracias al trabajo de personas como usted, la luz sale a flote algún día, más temprano que tarde (atendiendo a los tiempos de la historia), para descobijar de paso a las mafias coludidas y enquistadas en el poder. Felicidades y gracias nuevamente.

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